domingo, 11 de marzo de 2012

UN CORAZÓN EN CADA ORILLA

 

Una tía de una chica tuvo acogido a un niño saharaui durante 4 veranos consecutivos. Ahora ya no puede venir a España, se pasó el tiempo máximo permitido. Ella ha escrito un pequeño relato y le ha pedido a su sobrina que lo difunda. Colaborando con ellas: Ahí va.

UN CORAZÓN EN CADA ORILLA
Ante limpias miradas, nada importa
si nació un corazón en cada orilla.

   
 Después de comprobar el profundo sueño en el que se hallaban sumidos, entorné la puerta de su habitación y volví a la biblioteca intentando retomar la lectura, pero ya no me fue posible, ¡se agolpaban tantas cosas en mi cabeza!...
Habían pasado cuatro años desde que lo vimos por primera vez. Era un cinco de julio y hacía mucho calor. Yo acababa de llegar a casa bastante cansada, y tras dejar las llaves encima de la mesita, me senté para recoger las llamadas del contestador.
-- Ana, soy Laura. Os esperamos esta tarde en la torre, a eso de las seis. Han llegado ya.
Noté cómo mi corazón se aceleraba. Cuando entregamos la petición, ni siquiera sabíamos si podría hacerse realidad. Era un sueño demasiado sujeto a las circunstancias y sin embargo... se estaba cumpliendo.
Di vueltas por la casa, comprobé que todo estaba en su sitio y preparado para la
llegada. No disponíamos de mucho espacio, pero mi madre me demostró siempre que no es cuestión de metros, sino de buena voluntad.
Varias dudas asaltaban mi cabeza y entre ellas, saber cómo sería su adaptación y la de toda la familia. No habíamos dispuesto de demasiado tiempo para hacernos a la idea, ni para planificar bien los pros y los contras de la nueva situación, pero de una cosa sí estaba segura: todos lo deseábamos.
Preparé la comida y esperé a que llegaran como cada día. Mi marido acostumbraba a recoger a la niña del colegio y venían juntos. Nada más escuchar el ruido de la llave en la cerradura, salí a su encuentro. Les di la noticia y sus rostros se transformaron. A continuación, muchas preguntas, muchos planes, mucho nerviosismo.
A la hora convenida, salimos de casa con una mezcla de ilusión y ansiedad, a partes iguales.
La torre era una casa rural grande y bien cuidada. Rodeada de terreno cultivable, se resguardaba bajo enormes pinos y aromas propios de campo recién regado. Pertenecía a una familia con la que habíamos llegado a hacer una cierta amistad cuando contactamos con la Asociación, así que nos recibieron con la amabilidad acostumbrada.
---Ya han venido casi todos los padres a recoger a los suyos. Pasad, os presentaremos al vuestro.
De la mano de una de las hijas de la casa, apareció él. Creo que jamás olvidaré aquellos hermosos ojos negros, reflejando todo el cansancio del viaje y la inquietud por lo desconocido. Iba vestido con ropas viejas y zapatillas llenas de agujeros. Colgada de la cintura, una pequeña y desgastada bolsa era todo su equipaje.
Nos acercamos con la sonrisa abierta y las manos extendidas. Lo apreté contra mi pecho, y sentí latir con fuerza el corazón de madre. Era la misma fuerza que noté años atrás cuando nació mi hija, y el mismo corazón que abría puertas para recibir a una nueva vida, aunque esta vez no fuera fruto de mi vientre .
Él se dejó abrazar vencido y agotado. Durante el camino de regreso, durmió como un angelito de siete años, apoyado en nuestros hombros, y no despertó hasta pasadas doce horas.
Cuando los primeros rayos del sol comenzaban a colarse por las rendijas de la persiana, abrió los ojos y nos miró extrañado. Extendió su manita buscando la bolsa raída y nos entregó un pequeño paquete que contenía algunos collares hechos por su madre, unos anillos de madera pintada, y una carta: “Por favor, cuiden mucho de Nafi, no lo dejen salir solo, y tengan en cuenta que no sabe nadar... Khadiyatu”. Después, sacó unas fotos ya arrugadas en las que a duras penas se distinguía su familia, y nos las mostró.
Lo aseamos, le pusimos ropa limpia y tratamos de comunicarnos con él como mejor supimos. El desconocimiento del idioma por ambas partes no facilitó las cosas, pero yo pensaba que el lenguaje de las madres era igual en cualquier parte del mundo, y lo utilicé a fondo.
Los días siguientes transcurrieron con algunas dificultades –normales en estos periodos de adaptación- que se subsanaban siempre a base de cariño. Fue una etapa de grandes descubrimientos para él: el agua saliendo de los grifos o adornando las fuentes, la luz que se encendía apretando un botón, o la aventura de subir y bajar en los ascensores del bloque de viviendas. Todo le resultaba nuevo, y a veces mágico.
Especial emoción le producían las excursiones a la playa. Su desierto, también tenía grandes extensiones, pero eran de arena, ¡mucha arena!. Abrazaba el agua, se zambullía, se adentraba sin cuidado y... reía, por primera vez reía, y nosotros reíamos con él.
Yo me sentía dichosa de ver la facilidad con la que mi familia había acogido al nuevo miembro. Y, como padres, orgullosos los dos de la capacidad que demostró nuestra hija para compartir sus cosas con el recién llegado, al que consideraría hermano para siempre. Ante limpias miradas, nada importa...
Cada noche, antes de dormir, atendiendo a un deseo que no verbalizaba, dedicábamos un rato a recordar a su familia, a mirar las fotos y a hablar un poquito de ellos.
Nos habían contado que muchos de los niños saharauis, acostumbraban a llamar también mamá a la de España, pero le dije con cariño y delicadeza que no debía hacerlo porque, aunque yo lo quería mucho, su madre era aquella mujer grande y guapa que se
había quedado en los campamentos, y ella lo quería todavía más. Creo que él me lo agradeció. Nunca pude comunicarme de palabra con Khadiyatu, pero nuestras risas a uno y otro lado del hilo telefónico, eran suficiente mensaje: ella me pedía que lo cuidara, y a la vez, entendía de mi parte, que así sería. No necesitábamos más.
Las llamadas no eran frecuentes, dada la dificultad añadida con la que se encontraban para desplazarse andando por el desierto y encontrar, a veinte kilómetros de su Wilaya, un lugar con locutorio.
El primer verano transcurrió entre parques, playas, columpios, convivencias, y un viaje al pueblo para presentarlo a todos. Y todos aprendieron a quererlo.
Pero había algo que no podíamos pasar por alto: su origen, su familia de allí, sus costumbres, su propia vida. Indagamos, preguntamos, removimos cielo y tierra para intentar saber algo más de él. Tras una intensa búsqueda, pudimos tener conocimiento de que su padre se encontraba en España, trabajando de forma ilegal para poder enviarles algo. Logramos contactarle y conseguimos el milagro de que pudiera venir para unos días. (Posteriormente también, se le ayudó a regularizar su situación).
Cuando descendió del tren, yo llevaba a su hijo cogido de la mano. Se soltó con rapidez y corrió hacia él abrazándose con fuerza a su pierna. Habían estado más de tres años sin verse, pero el niño no lo había olvidado.
Durante dos días estuvimos hablando y disfrutando de la alegría de verlos juntos. Y volvimos a saber la historia de los refugiados saharauis, esta vez a través de un protagonista de excepción. Conocimos la verdadera tragedia de ese pueblo, en boca de un padre de familia que se lanzó al mundo en busca de recursos, para que los suyos no murieran de hambre como les estaba sucediendo a otros muchos.
Tras este primero, llegaron otros tres veranos en los que pudimos disfrutar del pequeño, propiciando también nuevos encuentros. El venía con otros nueve mil niños saharauis que, huyendo de los rigores del verano en el desierto, se repartían por toda España en una campaña llamada “Vacaciones en Paz”. Tras pasar los meses de Julio y Agosto, volvían a los campamentos de refugiados, bajo la tierna y emocionada mirada de las familias españolas que los habíamos acogido...

... Dejé pues el libro que tenía entre las manos. Traté de decirme a mí misma que no era la última vez que Nafi vendría a pasar el verano con nosotros, pero no podía mentirme. Se estaba cumpliendo el tiempo. Él había agotado ya las cuatro veces que les estaban permitidas, y ahora tenían que dar paso a los siguientes. Volví a la habitación otra vez. Seguían igual, durmiendo como dos ángeles; uno blanco y otro de chocolate. Sólo pude besarlos, y después... llorar.
Hoy también estoy llorando. Ha pasado un año desde que Nafi se fue por última vez, y nos comunican desde allí que su madre ha muerto. Anemia. Imagino que es la anemia de una persona que deja de comer, para que coman sus hijos.
Pienso en todo lo que el padre nos contó sobre su pueblo, refugiado desde hace treinta años en un estéril e inhóspito desierto. Pienso en aquellas personas mayores que morirán con la pena de no haber podido regresar a su tierra; pienso en tantos niños sin futuro; en tantas madres que luchan solas para administrar los escasos alimentos que les llegan, y pienso también en la injusticia del mundo.
Voy al armario de mi habitación; allí guardo limpias y dobladas las ropas que Nafi llevaba puestas la primera vez, y junto a ellas, el papel arrugado donde Khadiyatu nos decía que no sabía nadar, y que lo cuidáramos. No resultó difícil; amar a un niño siempre es fácil, y más cuando ya se ha tenido alguno propio. No importa si no ha estado nueve meses en tu vientre. No importa si viene de otro lugar, o tiene distinto color. Es un niño. Y Nafi, un niño muy especial, que acababa de quedar huérfano, y más desprotegido si cabe.
Por eso, he tomado el testigo. No hay un hilo telefónico que recoja su petición ni mi promesa, pero ninguna lo necesitamos ya. Ella, desde donde esté, sabe que no le fallaré.
Cojo la pluma y me siento a escribir una carta, para que se la entreguen a mi niño cuando alguna familia vaya en Navidades a los campamentos.
“Querido Nafi: ahora, si quieres, ya puedes llamarme madre...

Aramar


ESTA HISTORIA ESTÁ BASADA EN UN HECHO REAL, QUE PRETENDE REFLEJAR-EN UNA PEQUEÑA PARTE- EL DRAMA QUE ESTÁN PADECIENDO LAS PERSONAS QUE VIVEN EN LOS CAMPOS DE REFUGIADOS DEL SAHARA, A TRAVES DE LA MIRADA DE DOS MADRES, QUE TIENEN “UN CORAZÓN EN CADA ORILLA”.
DOS MARES (O.T. 2006)

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